Comentario al Evangelio del domingo 25 de mayo, Juan 14,15-21
Debemos ahora sacar de ello una consecuencia práctica para la vida. ¡Tenemos que convertirnos nosotros mismos en paráclitos! Si bien es cierto el cristiano debe ser «otro Cristo», es igualmente cierto que debe ser «otro Paráclito». El Espíritu Santo no sólo nos consuela, sino que nos hace capaces de consolar a los demás. La consolación verdadera viene de Dios, que es el «Padre de toda consolación». Viene sobre quien está en la aflicción; pero no se detiene en él; su objetivo último se alcanza cuando quien ha experimentado la consolación se sirve de ella para consolar a su vez al prójimo, con la misma consolación con la que él ha sido consolado por Dios. No se conforma con repetir estériles palabras de circunstancia que dejan las cosas igual («¡Ánimo, no te desalientes; verás que todo sale bien!»), sino transmitiendo el auténtico «consuelo que dan las Escrituras», capaz de «mantener viva nuestra esperanza» (Rm 15,4). Así se explican los milagros que una sencilla palabra o un gesto, en clima de oración, son capaces de obrar a la cabecera de un enfermo. ¡Es Dios quien está consolando a esa persona a través de ti!
En cierto sentido, el Espíritu Santo nos necesita para ser Paráclito. Él quiere consolar, defender, exhortar; pero no tiene boca, manos, ojos para «dar cuerpo» a su consuelo. O mejor, tiene nuestras manos, nuestros ojos, nuestra boca. La frase del Apóstol a los cristianos de Tesalónica: «Confortaos mutuamente» (1Ts 5,11), literalmente se debería traducir: «sed paráclitos los unos de los otros». Si la consolación que recibimos del Espíritu no pasa de nosotros a los demás, si queremos retenerla egoístamente para nosotros, pronto se corrompe. De ahí el porqué de una bella oración atribuida a San Francisco de Asís, que dice: «Que no busque tanto ser consolado como consolar, ser comprendido como comprender, ser amado como amar...».
A la luz de lo que he dicho, no es difícil descubrir que existen hoy, a nuestro alrededor, paráclitos. Son aquellos que se inclinan sobre los enfermos terminales, sobre los enfermos de Sida, quienes se preocupan de aliviar la soledad de los ancianos, los voluntarios que dedican su tiempo a las visitas en los hospitales. Los que se dedican a los niños víctimas de abuso de todo tipo, dentro y fuera de casa. Terminamos esta reflexión con los primeros versos de la Secuencia de Pentecostés, en la que el Espíritu Santo es invocado como el «consolador perfecto»:
ven, luz de los corazones.
Consolador perfecto, dulce huésped del alma,
dulcísimo alivio.
Descanso en la fatiga, brisa en el estío,
consuelo en el llanto».