Donoso Cortés explica brillantemente la superioridad de las escuelas socialistas sobre las escuelas liberales: mientras las segundas son escépticas, materialistas, incluso desganadamente cínicas, las primeras están poseídas por una teología de índole prometeica -Donoso la califica de «satánica»-, con su característico afán de «asaltar los cielos». Y, en efecto, las escuelas liberales, una vez alcanzado el poder, acaban engendrando lo que San Agustín llamaba «el tedio de la virtud», que cristaliza en una casta moralmente «fatigada» que acaba sucumbiendo a las corruptelas. Las escuelas socialistas, por el contrario, pueden sucumbir a estas mismas corruptelas, pero nunca reniegan de su teología prometeica; o, si se prefiere, de su fanatismo orgulloso.
Esta superioridad de las escuelas socialistas se percibe incluso en sus avatares más rastreros. Así, por ejemplo, en los casos de corrupción -casi siempre casposos, o entreverados de episodios sicalípticos- que afloran en el negociado llamado Podemos. La teología errónea de las escuelas socialistas comienza por negar el dogma del pecado original; de este modo, conciben la idea petulante y grotesca de que ellos pertenecen a una raza de «hombres puros». Este delirio de las escuelas socialistas tiene el mismo desenlace archisabido que el puritanismo religioso: 1) El puritano, creyéndose más fuerte y virtuoso que el resto de los mortales, se dedica a execrar a los hombres débiles que sucumben a la tentación (recordemos la rabia espumajeante con que los podemitas anatemizaban a los corruptos peperos); y 2) El puritano termina por sucumbir (incluso con mayor entusiasmo), a la misma tentación, pero como no puede reconocerlo, convierte su debilidad en virtud y su degeneración en una nueva forma de santidad.
Para lograr plenamente este birlibirloque no debe olvidarse que la levadura teológica de las escuelas socialistas es el resentimiento, encumbrado -como advirtiese Unamuno-a la categoría de virtud cívica. Esta pasión del resentimiento forma el meollo constitutivo del negociado llamado Podemos, fundado por hombres por lo general de cierta valía intelectual que calcinaron su juventud en el empeño de medrar en el ámbito académico. Pero todo su empeño resultó vano; y tras fracasar una y otra vez en el asalto a las cátedras por culpa -así lo percibirían ellos- de una casta de carcamales que les taponaban el paso, desarrollaron la conciencia de que habían sido privados de lo que se les debía (honores académicos, sueldos opíparos, becarias solícitas, etcétera). Su posterior y fulgurante ascenso político les permitió resarcirse con creces; pero este «asalto a los cielos» al fin consumado (que, como hemos comprobado, consistía en «asaltar las poltronas» y adherirse a ellas con fervor de lapas) no ha curado en ellos la llaga del resentimiento, que sólo puede curar la gracia divina, sino que la ha enconado y vuelto purulenta. Así, los podemitas, cuando se corrompen, lo hacen con conciencia de estar tomando aquello de lo que antes fueron privados injustamente; así la corrupción (que para las escuelas liberales es un pecadillo vergonzante) se convierte en un acto de elemental justicia y en un resarcimiento debido, que además sus adeptos perciben como una recompensa merecida por personas admirables. Pues, para las escuelas socialistas, nadie hay tan admirable como quien sabe vestir su resentimiento de virtud cívica. Aquí también las escuelas socialistas se prueban superiores a las liberales, cuyos adeptos pueden seguir votando a los corruptos de su negociado, pero con la humillada certeza de estar aupando ladrones por puro sectarismo ideológico; mientras que los adeptos de las escuelas socialistas votan a los corruptos de su negociado con emocionado orgullo.