La dinámica del odio

08 de agosto de 2020

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En un pasaje especialmente iluminador de Mero cristianismoC. S. Lewis trata de combatir la comprensión equivocada de la ‘caridad’ cristiana, que con frecuencia se confunde con una emoción caprichosa y compulsiva –puro sentimentalismo– que nos ‘obliga’ a sentir amor por tal o cual persona. Lewis observa que el auténtico amor (al menos, en el sentido cristiano) no es una pasión ingobernable, sino un acto volitivo que implica todas nuestras potencias conscientes: «Cuando nos comportamos como si amásemos a alguien –escribe el autor inglés–, al cabo del tiempo llegaremos a amarlo». Pero, a continuación, Lewis añade que lo mismo sucede con el odio: «Si le hacemos daño a alguien que nos disgusta, descubriremos que nos disgusta aún más que antes». Y lo ilustra con un ejemplo muy próximo para los lectores de su época del que luego hemos abusado hasta la náusea (para evitar confrontarnos con la dinámica del odio actuante en nuestra época): «Los nazis, al principio, tal vez maltratasen a los judíos porque los odiaban; más tarde los odiaron mucho más porque los habían maltratado». 
  
Existe, sin embargo, una diferencia evidente entre la dinámica del amor y la dinámica del odio. Cuando nos comportamos ‘como si’ amásemos a alguien, este esfuerzo suplementario acaba obligándonos a conocer mejor a esa persona: nos obliga a confrontarnos con sus miserias y defectos, que poco a poco logramos ‘comprender’ o asimilar, anegándolos en la sustancia de nuestro amor (lo cual, naturalmente, no significa que lleguemos a amar esos defectos). Así, por ejemplo, ocurre entre personas que han decidido comprometerse: el aliento fétido o la propensión iracunda son aspectos desagradables de la naturaleza humana y disuasorios para esa emoción caprichosa y compulsiva que con frecuencia confundimos con el amor; pero quien ama comprometidamente a una persona que exhala un aliento fétido o propende a la ira se comporta ‘como si’ esos defectos no le importasen demasiado y acaba logrando –mediante la paciencia amorosa, con delicadeza y mano izquierda– que la persona amada adopte hábitos que los corrigen. Siempre habrá, por supuesto, momentos en que la persona amada –por no enjuagarse la boca debidamente– exhale un aliento desagradable, o en que –dejándose llevar por su naturaleza sanguínea– se emberrinche; pero, para entonces, el conocimiento profundo que tenemos de esa persona nos permitirá contemplar esos ‘descuidos’ con benevolencia. Y llegará incluso el momento en que tales ‘descuidos’ (siempre que sean pasajeros y no se conviertan otra vez en hábitos orgullosos) nos pasen inadvertidos; porque han quedado anegados por nuestro conocimiento amoroso. 
  
La dinámica del odio, por el contrario, se fortalece en la ignorancia del otro. Odiamos a una persona porque, al acercarnos someramente a ella, percibimos que desprende un aliento fétido; o porque, contemplada desde lejos, la vemos manotear acaloradamente. Y, desde ese momento, la persona odiada se convierte, en nuestra imaginación, en un hálito apestoso que lo invade todo, a modo de nube de gas mefítico; o en una masa amorfa que desprende rabia sulfurosa por doquier. De nada servirá que quienes conocen más íntimamente a esa persona nos indiquen que sólo le huele mal el aliento antes de desayunar, o que sólo se enfada cuando le aprietan los zapatos. Nuestro odio furibundo concebirá, incluso, mecanismos justificativos delirantes que disfracen la razón verdadera de nuestro odio (que tal vez sea la envidia que esa persona nos provoca, por comer frugalmente o calzar elegantemente); y sostendremos, incluso, que la persona odiada mantiene un sempiterno ayuno que la convierte en una perenne cloaca, o que cultiva la desquiciada manía de comprarse siempre zapatos de una talla inferior a la que precisa. Porque el odio, para azuzar su llama, exige cerrar los ojos ante la verdad de la persona odiada; necesita simplificarla, convertirla en caricatura. 
  
El amante se nutre de conocimiento paciente; el odiador, por el contrario, se nutre de ignorancia nerviosa. El amante se ‘empodera’ asimilando los defectos de la persona amada, que acepta a la vez que corrige; pero tal cosa sólo puede hacerla abrazándola más comprometidamente. El odiador se ‘empodera’ agigantando los defectos de la persona odiada, cosificándola hasta desvirtuarla y convertirla en un pelele al que puede vapulear descomprometidamente. Para ejemplificar la dinámica del odio que se nutre de sí mismo, Lewis todavía necesitaba recurrir a lo que luego hemos denominado ‘ley de Goodwin’. Nosotros ya sabemos que no tenemos que ir tan lejos; pues el fermento en el que la demogresca partitocrática ha fundado su hegemonía no es otro sino la dinámica del odio. 

 

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