Aunque la babosería buenrollista pretenda que la plaga coronavírica «nos hará mejores», lo cierto es que todos los síntomas pregonan lo contrario. El otro día un amigo que me nutre con miserias repescadas de las redes sociales me mandaba un enlace a un tuit con un vídeo –ciertamente un tanto cursi y tal vez inoportuno– en el que unos jóvenes pedían que se volviesen a celebrar misas públicamente, por supuesto bajo estrictas medidas sanitarias (tal como el decreto de estado de alarma permite). Pero mi amigo no me mandaba el enlace para que viera el vídeo de marras, sino para que reparase en la catarata de comentarios biliosos, aviesos, abyectos que había provocado, entre los que abundaban las burlas y escarnios más plebeyos, las amenazas más sórdidas, los anhelos más bestiales: desde el deseo manifiesto de que aquellos pobres chavales palmasen, tras contraer el coronavirus, hasta la promesa de pegarles una paliza si se los cruzaban en la calle (y aquí, invariablemente, hacían penosas dilogías con la palabra ‘hostia’ que toda la patulea aplaudía con gregario bestialismo).
Me pregunté, leyendo –hasta donde el asco me lo permitió– aquel vómito de coprolalia, qué virus puede moldear monstruos así, tan infatuados además de su monstruosidad. Aquí el buenrollista siempre aduce que tales personas son poco representativas, que constituyen un detrito marginal que halla su evacuadero en las redes sociales. Se trata de una mentira piadosa proferida por la misma babosería ambiental que pretende que la plaga coronavírica nos hará mejores. Pues todos estos monstruos no son producto de la marginalidad, sino de la norma; quiero decir que han sido moldeados así por el clima ambiental, que es el líquido amniótico con el que se forman las mentalidades. Y desde hace mucho tiempo ese líquido amniótico no es otro sino la conversión de las pasiones más infames en virtudes cívicas: la envidia del bien ajeno, el resentimiento orgulloso, el escarnio de la bondad, el ultraje del pudor, el odio disfrazado con el traje de gala de la ideología, etcétera. Así se ha ido modelando –como Jardiel Poncela denunciara en el prólogo de La tournée de Dios– una sociedad «puesta de espaldas a todas las cualidades espirituales, desdeñosa de lo estimulante y de lo consolador, entregada a todos los materialismos perturbadores y entristecedores», que «no sabe a qué achacar su mal sabor de boca y se revuelve contra esto y contra aquello, sedienta de venganza y convencida de que debe de haber alguien o algo culpable».
Por supuesto, hay muchas personas que han logrado repudiar heroicamente este clima ambiental. Pero la clave está en el adverbio: hace falta, en efecto, heroísmo –un heroísmo callado, lo cual le añade todavía más dificultad, pues el heroísmo más fácil es el que se luce– para oponerse al clima ambiental; y la mayoría de la gente no tiene fuerzas ni ganas para afrontar una tarea tan ímproba, pudiendo actuar camaleónicamente, que es mucho más descansado. Estoy dispuesto a creer, sin embargo, que la gente noble es más numerosa que la patulea que vomita sus coprolalias en las letrinas de interné. Pero se olvida que esa minoría que vomita no es más que el comando de choque del clima ambiental; como si dijéramos una avanzadilla del ejército de las pasiones más infames convertidas en virtudes cívicas. Detrás de ellos, manejándolos, guiándolos, dirigiéndolos contra objetivos predeterminados, hay gentes mucho más peligrosas, precisamente porque son más astutas y modositas y nunca se atreverían a escribir o decir las bestialidades que dice o escribe esa patulea. Pero son quienes la azuzan, a veces instigándola directamente, a veces contribuyendo a la consolidación del clima ambiental que la estimula. Y estos chacales más modositos son los demagogos que usufructúan la corrosión provocada por todo ese vómito; por supuesto, no lo hacen al modo bilioso, avieso o abyecto con que lo hacen sus peones, sino con formas mucho más amables y fórmulas eufemísticas. Pero a veces la amabilidad y el eufemismo cuajan en expresiones que aún dan más miedo que la coprolalia, como ese «politizar el dolor» que alguna vez hemos escuchado.
Y ahora vienen años en que, sobre los cimientos de un clima ambiental que ha convertido muchas almas en muladares, se va a politizar el dolor hasta extremos insospechados. Salvo una milagrosa inyección de gracia (más milagrosa aún que resucitar a un muerto), sospecho que nos esperan años peores y nos harán más malos. Y afirmo esto con un desgarrado dolor político.