Siempre a la búsqueda de textos y personajes de la historia reciente, que pueden servir de inspiración en el complejo mundo de nuestros días, adquirí por Internet un antiguo folleto del cardenal Giulio Bevilacqua (1881-1965), uno de los maestros de espiritualidad del joven Giovanni Battista Montini en Brescia, antes de llegar a ser sacerdote. Su discípulo se lo agradeció en 1965 con los nombramientos de cardenal y obispo auxiliar de Brescia, pero Bevilacqua falleció a los pocos meses, quizás el tiempo suficiente para haber agradecido semejante honor, pues él se consideraba un simple párroco, un religioso del Oratorio de San Felipe Neri.
Del Oratorio retengo siempre la cordialidad y la alegría de su fundador, además del amor a la cultura, que han pasado a muchos de sus hijos, y uno de ellos sería, no por casualidad, el santo cardenal Newman. En el oratorio de Oxford encontré este verano un signo de acogida con un toque de humor: los domingos, después de la misa principal, los visitantes estaban invitados a tomar un Caffe Neri, un momento de encuentro, habitual en países anglosajones, y que alguien debería copiar en estas latitudes, en las que, en teoría, tenemos mucha más fama de extrovertidos.
Pero volvamos al folleto de Bevilacqua, una curiosidad editada en 1962 y subrayada ampliamente por su primer lector al que le fue encargada una reseña. Lleva el título de La parrocchia e i lontani, la parroquia y los alejados. También resulta significativo que al comienzo de la publicación se inserte un texto del cardenal Montini, por entonces arzobispo de Milán, y que está reproducido de una conocida carta dirigida a los alejados de la Iglesia. Una carta de 1957, en la que recuerda que los alejados no han sido lo suficientemente amados y que quizás sean más exigentes que malvados. Montini llega incluso a aventurar que probablemente su anticlericalismo esconde un cierto respeto por las cosas sagradas, que los eclesiásticos habrían corrompido…
En cualquier caso, Bevilacqua está de acuerdo con su antiguo discípulo, y no escribió un texto que contuviera fórmulas seguras para atraer a los alejados. Conoce bien la mentalidad contemporánea, muy influida por ideas que proclaman la total liberación del hombre, hasta el punto de que surge la acusación, implícita o explícita, de que donde Dios aparece, al hombre se lo roba su autonomía. Planteadas de este modo las cosas, el mensaje de Cristo resulta una complicación inútil y los mandamientos, no importa su número, son un modo de opresión. Tampoco ha ayudado mucho a los alejados la presencia de un cristianismo popular basado en devociones, pero ajeno a lo esencial. Se creía, y algunos lo siguen creyendo, en que una persona muy religiosa era muy devota, aunque no tanto “del Dios uno y trino”, como decía el beato Ildefonso Schuster, el antecesor del papa Montini en la sede de Milán. Era una religiosidad, en expresión de Bevilacqua, de ambiente y de tradición, pero no de conciencia. Poco a poco, la religión perderá su sentido sobrenatural a fuerza de dejar de actuar con naturalidad.
En esta deformación de la religión, que contribuye a aumentar el número de los alejados, Bevilacqua hace un diagnóstico incisivo sobre quienes la practican: “Creen amar a Dios porque no saben amar a nadie y nunca han sido amados por nadie”. El autor echa de menos un corazón de carne, lejos de ese espiritualismo gnóstico al que algunos reducen la fe. Y poco después cita al Nobel ruso Boris Pasternak que, en aquel entonces, era muy leído en Italia tras publicar el editor Feltrinelli su Doctor Zhivago. Este escritor decía que la felicidad solitaria no es felicidad. Otro tanto podría decirse de una determinada clase de cristianismo.
Por otra parte, Bevilacqua no descalifica a los alejados, pues sabe muy bien que el trigo y la cizaña de la parábola crecen juntos, algo con lo que también estaría de acuerdo san Agustín, cuando escribió aquello de que “hay un fondo de verdad en las cosas falsas, y un fondo de bondad en las cosas malas”. Lo más fácil es descalificar a los que se han alejado de Dios, pero esas etiquetas parecen estar hechas para ocultar una realidad: “el primer alejado soy yo”, que es la actitud de humildad defendida por el autor del folleto. Es otra forma de decir: si no cambia uno mismo, no puede pretender llevar otro a Cristo.
Recuerda nuestro autor que un párroco no debe perder la mínima oportunidad de acercarse a los alejados, pues habrá ceremonias religiosas en los que tendrá ocasión de ejercer el ministerio de la Palabra. De hecho, los funerales representan uno de los momentos en que el templo puede llenarse de alejados. Ningún cristiano, sea o no sacerdote, que busque la verdad debe olvidar la compasión en la hora del dolor. No es el momento de las mentes cuadriculadas, de los espíritus geométricos, que diría Pascal, sino de los espíritus que emplean la delicadeza con los demás. Los dramas personales nunca se confrontan con argumentos, nos recuerda Giulio Bevilacqua.
No existen fórmulas mágicas para acercar a los alejados. La mejor es la ansiedad, acompañada por la oración, con la que el Padre espera al hijo pródigo. También nos sirven de orientación las palabras finales del folleto: “Podemos, debemos acercar a las almas sencillamente, en plenitud de fe, en heroísmo de esperanza, y en locura de caridad”.