Estuve leyendo hace unos días una conferencia de Olivier Roy, un académico francés especializado en estudios islámicos, aunque el texto hacía referencia a la presencia de los católicos en la sociedad actual, que solo parecen tener dos opciones: esperar la llegada de unos políticos que harían posible la vuelta a unos valores cristianos, o bien aislarse de la sociedad en pequeños grupos para vivir su fe, sin cortapisas, en espera de la venida definitiva de Cristo. Roy no da una solución ciertamente, pero la respuesta a este dilema la he encontrado, sin embargo, en el texto de un sermón pronunciado en una parroquia anglicana, la de Saint Mary’s, en la universidad de Oxford, el 21 de septiembre de 1840.
El que pronunció aquel sermón un domingo a las cuatro de la tarde, tal y como era su costumbre, era un párroco que buscaba profundizar en la fe cristiana, más allá de los convencionalismos políticos y sociales del anglicanismo del momento. Era John Henry Newman que, tras haber empezado a estudiar a los Santos Padres en busca de un cristianismo fiel a sus orígenes, había querido ir más allá. Newman demostró, a lo largo de su vida, ser un fiel amigo de muchas personas, pero, en expresión de Platón, era mucho más amigo de la verdad, y esto le llevaría a ser recibido en la Iglesia católica cinco años después de la mencionada homilía.
El título de este sermón anglicano siempre será plenamente actual para un cristiano, Esperando a Cristo. Podemos leerlo, y sobre todo meditarlo, en la versión de dos grandes especialistas españoles en Newman, Víctor García Ruiz y José Morales, y que ha sido publicada por Ediciones Rialp. Pero, además, esta edición contiene otros cinco valiosos sermones referidos a la curiosidad, la inmortalidad del alma, los riesgos de la fe o al mundo invisible. Representan la urgencia a tomarse el cristianismo en serio, a no separar la religión de la vida, tal y como sucedía en aquella Inglaterra victoriana en la que se pretendía equiparar al cristianismo con una moral de tipo social, centrada más en el exterior que en el interior. No es extraño, y tampoco fue privativo esto de los ingleses, que al final se acabara confundiendo la moral cristiana con la moral burguesa.
Me gusta fijarme especialmente en el sermón que da título el libro, pues tiene mucho que decir a esos cristianos de hoy que no se centran en lo realmente importante, la salvación que trae Cristo, y agitan su espíritu en espera del libertador político o social que les saque de la esclavitud en la que se sienten vivir y les lleve a una “tierra prometida” que, en el fondo, no deja de ser un reino de este mundo, y también a aquellos que, cabizbajos y temerosos ante un ambiente hostil o indiferente, se encierran y actúan a la defensiva. Este sermón debería decir mucho a los que se sienten decepcionados y solo aguardan signos portentosos que les libren de sus angustias.
Newman nos recuerda que Cristo dijo que su venida ocurriría pronto, y así lo leemos en los evangelios o en el Apocalipsis, pero al decir que sería repentina quiso decir que la espera se nos haría larga. Luego subraya esta paradoja: ¿Cómo es posible seguir esperando algo que se ha retrasado tanto? Este sermón insiste en que no debemos vivir prisioneros de la ansiedad. La ansiedad, cristiana o no, hace caer a los seres humanos en la indolencia y en fantasías supersticiosas, les paraliza y les sepulta en la inacción. Sin embargo, Newman tiene muy claro que cuando Cristo venga, el mundo no le estará esperando.
Estamos ante un sermón que nos invita a leer la Sagrada Escritura porque de este modo esperaremos siempre a Cristo. La Palabra de Dios es testimonio de que Cristo vino, padeció por nosotros y ascendió a los cielos. No lo cita expresamente Newman, pero ahí están las palabras que cierran el primer evangelio: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20)”. Son palabras que ponen de relieve que el evangelio no ha de ser leído, y menos aún entendido, como una crónica del pasado. Es, sobre todo, una memoria, una memoria que se hace viva por medio de Cristo.
En mi opinión, el dilema del cristiano mencionado al principio es una respuesta al miedo, en concreto al mundo en el que le ha tocado vivir. Por el contrario, Newman señala: “¿Cómo puede este mundo llevar sobre si señales de la presencia divina o acercarnos a Dios? Es cierto, sin embargo, que a pesar del mal que existe en el mundo, Dios se halla en él y habla a través de él, aunque débilmente”. Poco después, añade: “Dios sigue aquí; nos susurra al oído, y nos hace signos. Pero su voz es tan suave y el ruido del mundo tan intenso que resulta difícil precisar el momento en que se dirige hacia nosotros y lo que nos dice”.
En las tradiciones anglicana y calvinista, en las que Newman se ha formado, la lectura de la Sagrada Escritura ocupa un lugar esencial. De hecho, en el sermón en que me he fijado, se dice que la Escritura es la clave para interpretar el mundo. Por lo demás, resulta significativo que cuando Newman se hizo católico, no renegó de sus sermones anglicanos. Habían sido un paso más en su búsqueda de Cristo. Es, seguramente, uno de los motivos por los que la Iglesia de Inglaterra ha expresado su satisfacción por la canonización de Newman.