La crisis de Occidente y la familia

15 de agosto de 2013

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Hace días que tengo ganas de escribir esto. Siento obligación de aportar al debate de ideas –ya que lo que sucede en Europa, velozmente se traslada a nuestros países-, sobre todo en el terreno que menos se quiere reflexionar. Porque es fácil decir que la raíz de la crisis que vive la Unión Europea es solamente de índole económica. Pero resulta difícil afirmar que una de las causas principales de esta situación es de naturaleza cultural y, específicamente, familiar.
 
Siempre se dijo que la familia era la célula básica de cualquier sociedad. La roca en la que ésta se apoyaba. Que la familia era el principio y el fundamento de la organización social, que por esa razón tenía primacía sobre otras organizaciones en los enunciados de muchas de las constituciones civiles. Que a través de la familia, se integraba la persona a la sociedad y se le daba un sentido más trascedente a la existencia y a la prolongación de la especie. Que la familia era la primera educadora del ciudadano, etc… Y cuando se hablaba de familia, se refería a la llamada “familia nuclear”, es decir a la compuesta por una pareja heterosexual y sus hijos.
 
Sin embargo, hoy en día, principalmente dentro de la otrora civilización judeo-cristiana de Occidente, todo esto ha saltado por los aires al ponerse en duda la validez de aquella afirmación original. Y se ha puesto en cuestionamiento, por diferentes motivos, entre los que podrían destacarse: las desmedidas ansias de libertad individual (la familia requiere un compromiso y la cesión de parte de esa libertad en aras de un bien mayor); el desopilante avance por imponer los deseos de las minorías a través de la sanción de leyes tildadas falsamente de “progresistas” (matrimonio igualitario, identidad de género, eutanasia o “muerte digna”, aborto, adopción unipersonal, permisividad en el consumo de drogas, manipulación genética, alquiler de vientres, filiación adulterada, etc…); y el irracional deseo de aniquilar todo sentido trascendente de la vida, mediante un proceso de secularización del individuo y el enfrentamiento a toda propuesta de religarse con un Ser Absoluto y su Misterio, a quien antes se lo reconocía como Dios. Conclusión, desde hace varias décadas que esta civilización atraviesa un proceso de destrucción de la familia nuclear.
 
No viene al caso aquí discutir sobre las nuevas formas y combinaciones “seudo familiares” propuestas para reemplazar la roca de fundamento de la sociedad, sino advertir cómo al pulverizar la roca, se pretende hoy construir sobre arena y es un hecho que si el cimiento está en la arena, la casa se derrumba. Pero adentrémonos concretamente en la crisis de la Unión Europea y liguémosla con lo que hemos enunciado en el segundo párrafo. La Europa moderna, que muchos admirábamos, después de atravesar por el cimbronazo y el desgarramiento de las dos últimas grandes guerras, supo enhebrar un sistema o “estado de bienestar”, comenzando por los países “nórdicos” y siguiendo por el eje entre Alemania y Francia que sentó las bases de la Unión Europea a la que luego se fueron incorporando los países satélites, primero de la Europa Occidental y luego, ya en medio de la crisis, los del ex pacto de Varsovia. Ese llamado “Estado de bienestar” era el que permitía a través del esfuerzo y el trabajo, recaudar altos impuestos y mediante ellos asegurar un sistema de educación, salud y seguridad social adecuados para que el individuo gozara de beneficios en el presente y se asegurara otros en la vejez. Este proceso, corrió paralelo a los avances científicos en el terreno de la medicina que prolongaron la expectativa de vida de la población; y a un proceso de “conquistas sociales” a nivel laboral que en muchos países redujeron las jornadas de trabajo, la edades mínimas de jubilación y la flexibilidad en los convenios. Conclusión: “vivir más, trabajando menos” se convirtió en una panacea difícil de rechazar, fuera en las propuestas electorales o en la decisiones electivas.
 
Sin embargo, esta panacea o nueva fórmula de felicidad, lógicamente aceptada por el grueso de las sociedades europeas, trajo aparejado alguno de los males mencionados en el segundo párrafo, agregando a dicho enunciado: “vivir más, trabajando menos, disminuyendo los compromisos individuales e incrementando el tiempo dedicado al ocio y la satisfacción de los propios deseos”. Es decir que la “panacea” (medicamento utópico que cura todas las enfermedades) se transformó, a la vez, en pan para el ego y el hedonismo. Entonces, el compromiso con la formación de familias y la procreación de hijos, fue cayendo en picada, a tal punto que los países europeos, supuestamente más desarrollados, comenzaron a mostrar tasas de crecimiento de la población mínimos (si se excluye la de los inmigrantes venidos del norte de África o de Asia). Así, países como Italia, incentivan hoy la procreación familiar y un mayor número de hijos, aunque con escasos resultados. Conclusión, la población activa europea formal es cada vez menor (ya que la mayoría de los inmigrantes ilegales, trabajan en “negro”) y, consecuentemente, cada vez hay menos aportantes para garantizar el “estado de bienestar” de una población pasiva creciendo casi en forma exponencial (jubilados y pensionados). Más ancianos y “mascotas” (me refiero a perros, gatos, etc…), por un lado, y menos familias y niños, por el otro, ponen en jaque el modelo económico, debido a una crisis cultural que ha quebrado la familia.
 
La reversión del proceso, según este análisis por cierto discutible, es la recuperación de la familia nuclear para la reconstrucción sustentable de esta parte del mundo y la anulación de todas las leyes retrógradas e involucionistas que están atentando contra ella. En una palabra, fomentar el amor maduro y no el pasajero. Pareciera que en nuestro país nadie ve lo que sucede en Europa y estamos por seguir aceleradamente sus pasos.
 

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