Nuestra época parece haber establecido como dogma inatacable que la literatura digna de tal nombre debe excluir la inquietud religiosa. Toda obra literaria que ose desafiar este mandato se considerará de inmediato desfasada y ridícula.

 

Hubo un tiempo en que los escritores se mostraron preferentemente agnósticos, confesándose incapaces de adentrarse en los vericuetos espirituales que conducen al encuentro con Dios; pero desde hace algunas décadas está posición parece descartada definitivamente. Al escritor de nuestro tiempo ya no le basta con reconocer su incertidumbre; se ha vuelto más militante y proclama desafiante y jubiloso que Dios no existe; o que, si existió en otro tiempo, ha muerto, sin posibilidad de resurrección. Y, puesto que Dios no existe, no tiene sentido que la literatura le dedique la más mínima atención, salvo si lo hace al estilo borgiano (es decir, tratando la teología como una variante de la literatura fantástica).

 

Todo escritor que se precie y desee ser considerado en el cotarro cultural debe hacer pública profesión de ateísmo; o, mejor todavía (obras son amores), probarlo a través de su obra, donde las inquietudes religiosas deben brillar por su ausencia, o en todo caso deben ser presentadas como una reliquia de tiempos oscurantistas que aún asoma obstinadamente en personajes que el escritor se esforzará en retratar con rasgos caricaturescos (como carcamales irrisorios) o malignos. Cualquier otro tratamiento de las inquietudes religiosas se considerará de mal gusto, impertinente o fuera de lugar. Y el escritor que trate siquiera de insinuar inquietudes religiosas, será tachado de reaccionario, que es el epíteto más injurioso que hoy se puede dedicar a un artista.

 

El escritor de nuestra época no sólo se proclama ateo a través de sus obras, sino que se muestra públicamente comprometido con el ateísmo, pues considera que creer en Dios es un error nocivo. Y, para combatir ese error, urde mundos alternativos en los que Dios ya no es necesario, bien porque el hombre se ha endiosado hasta construir un mundo perfecto, bien porque se ha abajado tanto que sólo puede aliarse plácidamente con el mal, sin esperanza ni anhelo de Redención. Podríamos incluso afirmar sin exageración que el escritor de nuestra época considera a Dios un engaño malintencionado que contribuye a perpetuar los males de la Humanidad; de tal modo que su literatura no se limita a olvidarse de él, sino que necesita combatirlo con saña. A la literatura contemporánea no le basta con que Dios no exista, necesita culparlo de todos los males que afligen al hombre; en lo que nuestros escritores parecen revelar que, allá en las cámaras secretas de su corazón mustio, desean rabiosamente que exista, para ajustar cuentas con Él. Es como si no hubiesen logrado perdonar a Dios su inexistencia, que ellos mismos han proclamado.

 

En épocas todavía no tan lejanas, aunque el agnosticismo hubiese alcanzado una posición hegemónica, aún era posible que la literatura plantease cuestiones religiosas, con tal de que lo hiciese con un lenguaje dialéctico. Pero con la llegada de la posmodernidad, la literatura se cerró a toda posibilidad de trascendencia, considerando que tratar estos asuntos se convierte en la abominación o error estético máximo. Así, la falta de sentido, la celebración del caos, la exaltación festiva de las pasiones más destructivas se convierte en los tópicos predilectos de la literatura contemporánea. Y el escritor que se atreva a pasar, aunque sea de contrabando, alguna alusión espiritual es señalado como un retrógrado o un despojo kitsch.

 

Pero toda esta literatura sin Dios, tarde o temprano, será arrojada al basurero cósmico de la Historia, como sin duda lo serán también las estufas que no calientan y los coches que no arrancan. Pues el arte existe para indagar a Dios; y cuando no cumple esa misión acaba siendo desdeñado por los hombres… que no hayan dejado de ser humanos.

 

 

Fuente: Revista Misión

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