Todas las tardes, violetas, anaranjadas, rojas, grises o azules, ella se paraba en la vereda.
Se paraba a mirar la nada, o quizás a contemplar un mundo invisible para nosotros pero real para ella.
Se paraba con su minifalda de jeans y sus medias de rombos negras y una remera con brillos. En invierno la veía con botas y alguna campera de abrigo.
"Pintada como una puerta", reza el dicho popular. Sus inmensos ojos negros, sin vida, sin brillo, resaltaban desde el celeste, el lila o el dorado. Sus labios rojo sangre jamás sonreían. Fijos, inmutables, como si pertenecieran a una muñeca de cera.
A veces se animaba y daba una vuelta a la manzana sin bajarse de la vereda, como si temiera perder el rumbo.
Debía tener casi cuarenta. Vivía con su hermano, que la cuidaba seguramente como podía.
Quién era? Cuentan los vecinos que hace casi veinte años, una joven de ojos negros, se enamoró del hombre equivocado.
Al tiempo se la llevó lejos con engaños y artimañas y la familia se quedó esperando que volviera.
Pasaron diez años. Una fría noche de agosto, una camioneta azul la dejó descalza y casi desnuda a la entrada de Villa María.
La joven que se llevaron, llena de vida y de sueños ya no existía. En su lugar dejaron a una mujer de ojos negros, sin vida y con la mirada perdida para siempre en el infinito.
Sus padres habían muerto de pena, -con nombre de enfermedades-. La pena se los llevó a cococho por las callecitas de tierra del barrio donde vivían. La madre se sentó a esperarla en una silla destartalada de mimbre y tristezas. El padre acomodó su humanidad desesperanzada en una mesa de uno por uno de un bar de tintos y fernets.
Los dos se fueron a una mejor vida donde no sintieran ese dolor imposible de perder una hija en la oscuridad de la noche y no saber.
Sólo quedó un hermano para esperarla. Que nunca pudo entender en qué punto del recorrido, su hermana murió por dentro para dejar lugar a una mujer vacía de sueños.
Le mataron los sueños de a uno. Todos. Sin sueños no hay vida.
Atando cabos y poniendo palabras a los temas que nadie nombra, se tejió la hipótesis que el tipo la fue vendiendo las veces que pudo, sometiéndola a toda clase de torturas posibles. De prostíbulo en prostíbulo, de noche en noche, de copa en copa.
Su cuerpo era un mapa con los trazos de las huellas imborrables de los dolores padecidos. Su alma para sobrevivir al espanto, a la locura y a la muerte, voló tan alto hacia el cielo celeste que nunca más regresó.
Murió sola. Como vivió los últimos años de su vida. Prisionera de un abismo que no la dejaba escapar.
Murió de una enfermedad que se la llevó rápido. Quizás la enfermedad le tuvo más piedad que nosotros como sociedad.
Quizás ahora que su corazón dejó de latir, su alma tenga paz y encuentre el camino hacia Dios.
Seguro que lo encontró. Seguro que sí...