Que los cristianos cierren las puertas a los celos, envidias y habladurías que dividen y destruyen nuestras comunidades: fue la exhortación lanzada por el Papa Francisco, la mañana del jueves 23 de enero, en la Misa presidida en la Casa de Santa Marta en la sexta jornada de oración por la unidad de los cristianos.
La reflexión del Papa partió de la primera lectura del día que habla de la victoria de los israelitas sobre los filisteos gracias al coraje del joven David. La alegría de la victoria se trasforma rápidamente en tristeza y celos del rey Saúl ante las mujeres que alaban a David por haber matado a Goliat. Entonces, “aquella gran victoria -afirmó el Santo Padre- comienza a convertirse en derrota en el corazón del rey” en el que se insinúa, como ocurrió con Caín, el “gusano de los celos y de la envidia”. Como Caín con Abel, el rey decide asesinar a David. “Así actúan los celos en nuestros corazones -observó el Pontífice- es una mala inquietud, que no tolera que un hermano o una hermana tengan algo que yo no tengo”. Saúl, “en vez de alabar a Dios, como hacían las mujeres de Israel, por esta victoria, prefiere encerrarse en sí mismo, amargarse”, “cocinar sus sentimientos en el caldo de la amargura”.
“Los celos llevan a matar. La envidia lleva a matar. Justamente fue esta puerta, la puerta de la envidia, por la cual el diablo entró en el mundo. La Biblia dice: ‘Por la envidia del diablo entró el mal en el mundo’. Los celos y la envidia abren las puertas a todas las cosas malas. También dividen a la comunidad. Una comunidad cristiana, cuando sufre – algunos de los miembros – de envidia, de celos, termina dividida: uno contra el otro. Este es un veneno fuerte. Es un veneno que encontramos en la primera página de la Biblia con Caín”.
En el corazón de una persona golpeada por los celos y por la envidia -subrayó el Obispo de Roma- ocurren “dos cosas clarísimas”. La primera cosa es la amargura:
“La persona envidiosa, la persona celosa es una persona amargada: no sabe cantar, no sabe alabar, no sabe qué cosa sea la alegría, siempre mira ‘qué cosa tiene aquel y que yo no tengo’. Y esto lo lleva a la amargura, a una amargura que se difunde sobre toda la comunidad. Son, estos, sembradores de amargura. Y la segunda actitud, que lleva a los celos y a la envidia, son las habladurías. Porque este no tolera que aquel tenga algo, la solución es abajar al otro, para que yo esté un poco más alto. Y el instrumento son las habladurías. Busca siempre y tras un chisme verás que están los celos, está la envidia. Y las habladurías dividen a la comunidad, destruyen a la comunidad. Son las armas del diablo”.
“Cuántas hermosas comunidades cristianas” -exclamó el Papa- van bien, pero luego en uno de sus miembros entra el gusano de los celos y de la envidia y, con esto, la tristeza, el resentimiento de los corazones y las habladurías. “Una persona que está bajo la influencia de la envidia y de los celos -recalcó- mata”, como dice el apóstol Juan: “Quien odia a su hermano es un homicida”. Y “el envidioso, el celoso, comienza a odiar al hermano”.
“Hoy, en esta Misa, recemos por nuestras comunidades cristianas, para que esta semilla de los celos no sea sembrada entre nosotros, para que la envidia no encuentre lugar en nuestro corazón, en el corazón de nuestras comunidades, y así podremos ir adelante con la alabanza del Señor, alabando al Señor, con la alegría. Es una gracia grande, la gracia de no caer en la tristeza, del estar resentidos, en los celos y en la envidia”