Un Guardia Civil de Perú que expuso familia y trabajo seducido por el dinero dulce. Tuvo su oportunidad de reencuentro y liberación.
En el alma de Tulio Pizarro los juegos de infancia con sus hermanos en medio de los amazónicos paisajes aledaños a San Martín (Perú) evocan raíces que ama. Pinceladas de un espíritu de familia que se fragmentó al separarse Hilda y Eduardo, sus padres. Mientras que ella se volcó a la administración de una panadería, Eduardo, miembro de la policía peruana, no perdía ocasión para motivar a sus hijos mayores a incorporarse en la Guardia Civil. Tulio siguió este camino, siendo destinado en los setenta, recién egresado, a servir como socorrista marítimo. Recuerda haber salvado vidas desde un mar que luego sería figura simbólica de otro que amenazaría su vida.
El costo de dar la espalda a Dios
Tras quince años entregado por completo a su labor como socorrista policial, Tulio se casó y consolidó familia con tres hijos. Tenía conciencia -confidencia a Portaluz- que era vital que guiara la formación católica en sus hijos y viviera sus valores en el matrimonio. Pero “la carne tiraba” y “el precio de un pan para mis hijos, muchas veces me lo gastaba divirtiéndome con mujeres u otras personas”.
Llevando esa doble vida, explica, quiso luego ganar dinero fácil y ni siquiera reflexionó las consecuencias cuando se unió al “negocio familiar”, organizado por su primo. “No fue difícil que él me convenciera… un día se presentó en mi casa y me propuso entrar en el negocio de la venta de droga. Acepté de inmediato”.
Como buen emprendedor se avocó a expandir el negocio y sumó algunos de sus hermanos como cómplices, que trasladasen cargamentos de droga a diferentes zonas de Perú. “Me aprovechaba del uniforme”, confiesa Tulio, mientras argumenta que después de un tiempo, las pistas que dejaban les delataron y fue capturado con sus cinco hermanos en una redada policial. “Nunca te imaginas la magnitud de los problemas que esta decisión puede causar en tu vida y en la de tu familia. Hace ya casi doce años que dejé abandonada a mi esposa, a mis hijos y a mi madre. Recién ahora me doy cuenta de las crueles circunstancias familiares y sociales que les he hecho vivir”.
Corrompido en la ley de la cárcel
Le condenaron a veinticuatro años en la cárcel de Lurigancho, uno de los recintos más peligrosos y sobrepoblados de Perú. “Era una vida en la que el más fuerte domina al débil, donde sólo la crueldad es la forma de vida que marca cada minuto. Y también allí muchas vidas son desperdiciadas por el consumo de la fatal droga, que día a día acaba con tantos jóvenes, presas fáciles del vicio”.
Tulio relata que en un comienzo intentó usar el deporte como un motor para liberar su mente y descargar emociones. Pero hubo de rendirse ante la presión de los cabecillas que –siendo miembros de las bandas más peligrosas del país- prolongaban su ‘jerarquía’ en los pabellones, abusando en todo orden de quienes estaban bajo su dominio. “De repente me encontré formando parte de los adictos a drogas. Antes nunca había consumido, pero sucumbí con el mismo argumento con que cae la mayoría: trataba de calmar mis problemas. Así fue como llegué a exigirle a mi pobre esposa que me trajera dinero, aun sabiendo que yo no le había dejado ni un centavo. Recuerdo que todo el dinero que ella me traía en cada visita era para pagar la droga; ni siquiera me alimentaba. Ese vicio es un infierno, que poco a poco uno te va quemando por dentro y hundiendo más y más en una miseria tormentosa. De allí es muy difícil salir sin ayuda”.
Dios, el padre que ama. En especial a la oveja perdida
Cuando el hastío de sí mismo comenzó a ser su carcelero cotidiano, un inesperado beneficio le permitió rebajar condena a dieciocho y luego a doce años. Junto a uno de sus hermanos fueron destinados al penal Sarita Colonia, en Callao. “Allí fue donde comprendí que el Señor estaba actuando en mi vida a través de diferentes personas… Convencido que algo quería Dios conmigo, asistía a las asambleas que organizaba una comunidad de evangélicos los domingo por la tarde. Cuando un día apareció un sacerdote en el penal, dejé a los hermanos evangélicos… finalmente los católicos teníamos un guía que comenzó a organizar nuestra comunidad”.
Olga, otra de las hermanas de Tulio también implicada en los delitos, había sido puesta en libertad y visitaba constantemente a sus hermanos recluidos en Sarita Colonia. “Un día, recuerdo que al final de su visita me dijo: «Aunque aquí no hay en qué gastar, les voy a dejar unos diez soles (moneda peruana) a cada uno». Era sábado, y las palabras de Olga resonaron en mí toda la tarde. Su gesto generoso proyectó luz en mi alma… y con profundo amor pensé en los míos. «¿Por qué no me guardo los diez soles que me da mi hermana para dárselos a mis hijos?», pensé. Era la primera vez que me acordaba de ellos y de mi esposa. Oré con todo el ser al Señor pidiéndole fortaleza para vencer las fuerzas del mal y poder dejar esa droga maligna. Larga y dura fue mi lucha interior”.
Dios, señala Tulio, escuchó su plegaria pues allí en la cárcel, en su comunidad de oración de la Renovación Carismática, gozaba adorando a Cristo, profundizando en la fe, ayudando en las liturgias y leyendo diariamente el Evangelio. Incluso, recuerda, tuvo oportunidad de entablar contacto con el actual obispo emérito de la diócesis de Callao, monseñor Miguel Irizar, por medio de cartas, con la intención de formar un pabellón para personas en rehabilitación. Sueño que hasta hoy perdura en el corazón de Tulio… “Habían tantos jóvenes equivocados, muchas familias que sufren y mi deseo era regresar por ellos cuando saliera, buscar ONGs o hermanos católicos que quisieran ayudar”.
Tulio salió en libertad el 1° de marzo de 2006. Tiene hoy 58 años y continúa luchando por permanecer inserto en un trabajo estable, cuestión nada simple para un ex recluso. “He tenido una transformación que sigue en pie, y no la pierdo. He cometido errores, pero todos los días hay una ocasión para pedirle perdón a Dios. Tengo lo más importante, que es el Temor de Dios”.