Si he dicho que este tema de la “espiritualidad pastoral” ha llevado a muchos hermanos sacerdotes a dejar o debilitar fuertemente su oración, en lo que toca al ayuno, podemos esperar que éste, como en la generalidad de la Iglesia, se haya prácticamente perdido.
Pensemos que la Iglesia nos invita a ayunar sólo dos veces al año, y con un ayuno que, perdónenme la expresión, me parece casi ridículo. Porque desayunar un vaso de leche con pan o un café, comer menos de lo que se come normalmente (dícese una comida ligera) y cenar otro vaso de leche con pan y café, no creo que en la mayoría de los casos cumpla con el cometido de la práctica del ayuno.
Este tema del ayuno también se ha contaminado con la idea de quitarnos lo que en realidad sería el producto del ayuno, por ejemplo, televisión, cigarro, etc.; se busca con el ayuno erradicar —CON NUESTRAS FUERZAS—, lo que solo la gracia de Dios puede hacer.
Y así vemos que en ciertos exorcismos, el exorcista piensa que por gritarle mucho y muy fuerte al enemigo éste se “asustará” y saldrá corriendo ante sus gritos. Ha olvidado que lo que lo expulsa es el Espíritu Santo, obrando con poder en nosotros.
Basta con una orden autoritativa para que esto se realice, como lo vemos generalmente en Jesús, y en el caso que referimos al principio de san Pablo que con una sola orden exorcizó a aquella muchacha. Y es así que una orden dada por Jesús, el Señor, a través del exorcista, sin necesidad de gritos ni alardes, el demonio deja a la persona: En el nombre del Señor, yo te lo ordeno: “sal fuera”. Y el demonio OBEDECE la voz de mando del Señor, pero sólo la de él.
El ayuno debemos de entenderlo cabalmente como: privar del alimento a nuestro cuerpo, ya que esto misteriosamente nos abre a la presencia de Dios y algo misterioso ocurre en nosotros.
Nos abre a una luz especial que permite discernir con mayor claridad las luces de Dios; es algo miserioso que no puedo ni siquiera explicar, solo sé que así es.
Por otro lado, nos da dominio sobre nosotros mismos al irnos haciendo padrones de nuestras propias pasiones, ya san Pablo decía que le cristiano tiene crucificadas sus pasiones (Gal 5, 23) y que para dominarlas “golpea su cuerpo y lo somete a disciplina” (1 Cor 9, 27).
Esta es una de las razones del por qué, una vez terminado el martirio cruento, los hombres de Dios, que serán los padres del desierto a quien acudirá la Iglesia para el consejo espiritual, así como para la lucha contra el demonio, “crucificaban su carne” por medio del ayuno. En ellos se abría un desierto interior ante el cual retrocedían tanto la civilización como los demonios, se abría un espacio vacío para la fe, la bienaventuranza y el milagro. Este ejercicio, como a Jesús, les permitía vencer las tentaciones y con ello superar la servicia del demonio (Mt 4, 1-11), lo cual nos constituye en campeones en esta lid, para beneficio de sus hermanos.