Se sugiere leer previamente: "El Aborto Terapéutico - Parte I", "El Aborto Terapéutico - Parte II", “El Aborto Terapéutico – Parte III”
Una primera consideración metodológica en nuestra exposición es constatar que la palabra persona es de origen griego y utilizada en el teatro con el significado de “máscara”. Pero fue usada como tal, en el pleno significado de su sentido más autentico en la reflexión teológica del s. II d.c., con motivo de la discusión Trinitaria acerca de las 3 personas de la Santísima Trinidad y que resulta ser un referente obligatorio para comprender el significado de la persona humana. En efecto, fue, precisamente, la fraternidad universal, la igualdad entre los hombres y la filiación divina afirmada por el cristianismo para todo hombre lo que permitió ampliar a todos los seres humanos el concepto de persona. Por esto, la persona tiene relación directa con la dignidad del hombre y su trascendencia.
Teniendo presente lo antes afirmado cabe señalar que no es incumbencia de las ciencias biológicas ni técnicas médicas o bioéticas dar un juicio decisivo acerca de las cuestiones propiamente filosóficas y morales como es el momento en que se constituye la persona humana.
En este sentido si partimos de la tradicional definición de persona enseñada por Boecio: “personae est naturae rationalis individua substantia”: “sustancia individual de naturaleza racional”, nacida al calor de las disputas teológicas sobre las relaciones intratrinitarias a que ya hicimos referencia más arriba, la filosofía hace su aporte original a la bioética y al derecho precisando, de un modo intelectualmente fundado, las raíces originarias del concepto de persona en la naturaleza humana. Justificando, de este modo, su valor ético y subjetividad jurídica en todas las fases del desarrollo. Por lo tanto, en este sentido, la célebre noción de persona sugerida por Boecio conserva el valor inapreciable de referirse al carácter racional e individual de la persona: a un ser capaz de universalidad desde su irrepetible individualidad. Así, esta individualidad, propia del embrión humano, es la condición o pre-condición ontológica real de la presencia de determinadas capacidades, del ejercicio actual de ciertas operaciones, de la manifestación exterior de precisos comportamientos. De tal modo que la utilización del concepto de persona, aplicada al embrión humano, tiene consecuencias éticas y jurídicas para la bioética ya que influye en la determinación de los límites de lo lícito o ilícito de las nuevas posibilidades de la ciencia en su intervención sobre la vida humana.
El reconocimiento o la atribución a la vida embrionaria, por ejemplo, de un estatuto personal, permitirían reglamentar los comportamientos de quien actúa en relación con ella y así la valoración moral de los actos que afectan al embrión humano no se reduce sólo a la decisión de la conciencia individual. Y el derecho no se puede entender como un instrumento extrínseco, exclusivamente destinado para la legitimación de la voluntad política según un determinado voto de mayoría. El ser tiene el primado sobre el llegar a ser, el acto sobre la potencia. La persona para poder ser debe ya ser. El embrión humano es un ser con potencialidad, y no un ser en potencia. Su ADN estructura y determina todo lo que llegará a ser. La revelación exterior de ciertos caracteres ofrece sólo indicios que pueden señalar la presencia de la persona, pero el ser persona no depende exclusivamente de tal verificación empírica. El zigoto, el embrión, el feto y el neonato son personas en cuanto están presentes en ellos las condiciones que constituyen el soporte necesario del proceso dinámico e ininterrumpido de su desarrollo biológico que se verifica sin solución de continuidad desde la concepción o fecundación. No hay diferencia entre destruir la vida ya nacida o destruirla antes de que nazca, pues ya es hombre aquél que lo será. Así lo enseñaba Tertuliano cuando decía: “homo est qui est futurus”.
Cabe señalar, entonces, que “para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben reconocer, respetar y promover (Juan Pablo II, EV, nº 71).