El respeto del poder político y legislativo a la identidad personal del embrión

11 de julio de 2014

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El respeto del poder político y legislativo a la identidad personal del embrión


 
Los resultados científicos y la consideración de que la naturaleza humana es igual, no sólo en todos los hombres, sino también en cada hombre desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, permite afirmar que el individuo tiene una estructura ontológica, que es portador de valores racionales, éticos y de derechos personales. No se puede negar que en el ADN de cada individuo, que posee desde su concepción, esté incluido el perfil-proyecto de su gradual y autónoma realización y que, aunque se desarrolle y salga a la luz con el tiempo, continúa teniendo su propia identidad y su propia continuidad substancial. Por lo tanto, es necesaria la intervención programadora del legislador, así como la sancionadora del juez, a fin de que en el contexto del universo sanitario se actúe sólo corrigiendo el orden natural de la procreación, pero sin sustituirse a él.
 
La reglamentación del orden de la procreación por parte del poder político debe aspirar a la tutela de los derechos del niño por nacer mucho más que lo realizado hasta ahora. El legislador debe recordar que la legislación actual de todos y cada uno de los Estados es, por lo general, inadecuada en lo que respecta a la protección de los derechos del niño que está por nacer. Toda legislación positiva que pretenda respetar mínimamente la dignidad de la persona humana debe inspirarse, al menos, en los principios del orden natural que han sido demostrados científicamente hasta nuestros días. Así lo explícita Juan Pablo II cuando expresa:
 
”Una de las características propias de los atentados actuales contra la vida humana consiste en la tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios. De todos modos, en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral. Si, además, se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos -que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos- exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público. La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia. Sin embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura. Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión "tiránica" respecto al ser humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulos, hubieran estado legitimados por el consenso popular?”.

Y más adelante en la misma encíclica Evangelium vitae, en el importante número 72, señala:
 
“La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto, deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se convierte más bien en un acto de violencia. Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley”.

Y continúa el Papa:
 
“La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley. Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia”

(Cf. JUAN PABLO II, Evangelium vitae, n. 72, 73, en AAS 87 (1995) 484-487).
 
 

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